Muchas veces he pensado que sería fantástico poder conectar el cerebro al ordenador (mediante USB 2.0, por supuesto) para poder extraer instantáneas de lo que vemos en algunos de los infinitos momentos fugaces que conforman nuestros días: la ternura en una mirada, la felicidad en una sonrisa, el dolor en unos ojos encharcados, un arcoiris completo, de caldero de oro a caldero de oro… situaciones únicas, algunas irrepetibles… Pero como soy consciente de que la tecnología tardará aún un tiempo en llegar a eso, siempre intento llevar a mano algo con lo que hacer fotos: una de mis modestas cámaras de fotos digitales o el móvil.
Sacar fotos con alguno de estos cacharros es suficiente cuando el objeto de las fotografías es una cosa, un paisaje, pero no suele ser suficiente – en mis manos, claro – cuando fotografío directamente a una persona, o a situaciones en las que intervienen personas. Por supuesto, no me refiero a las fotografías en las que los fotografiados saben, aceptan y se preparan («patata, patataaa») para ser fotografiados, sino a aquellas en que al fotografíado, probablemente, no le hace la más mínima gracia que le fotografíen. Por eso lo de conectar el cerebro al ordenador: así podría extraer de él todas esas fotos que no me atrevo a hacer con la cámara, pero que sí haría con los ojos.
En fin, mientras la tecnología avanza, yo sigo haciendo fotos… En esta serie que ahora comienzo, y que espero continuar, iré poniendo algunas de las fotos que he ido haciendo por ahí. No son las fotos de un fotógrafo valiente, como los que conocemos gracias a organizaciones como World Press Photo, sino más bien fotos corrientes, del día a día, del orden que a veces aparece y de la entropía que siempre permanece, fotos que tengan algún punto curioso o que puedan resultar interesantes por alguna razón.
Ahí van las primeras:
TODO EXTERIOR, MUCHA LUZ
A esta persona la veo todos los días cuando voy a la oficina, y casi todos los días cuando salgo de ella. Vive en el piso más grande y más luminoso del barrio de Salamanca de Madrid, un barrio donde abundan las tiendas de moda de las firmas más internacionales, y las joyerías más caras. Hace unos días lo ví sentado en su banco, con la maleta abierta. Me sorprendió ver que en ella sólo llevaba un camping-gas y unos cacharros para cocinarse la comida. Ahora miro a mi alrededor y veo que todo lo que tengo en una sola de las habitaciones de mi casa no cabría ni en diez de esas maletas. Lo que yo que considero imprescindible, de una sola habitación, igual cabría en tres o cuatro… En fin.
JOÉ, QUÉ CALOR
Este verano de 2007 ha sido uno de los más frescos que recuerdo. Decía una metereóloga un día en la tele que este verano ha sido normal, que es que la memoria colectiva es flaca y que nos ha parecido fresco porque lo comparamos con los veranos que han dejado más huella en nuestro recuerdo: aquellos en que hubo una ola de calor que sí que fue anormal. Poco tiempo después de oir esto leí en un periódico un titular que decía algo así como que este verano había sido el más fresco de los últimos titantos años. Uno no sabe qué creerse de lo que lee u oye. La foto en cuestión hubiese sido imposible hacerla este verano… quizás la hice el verano aquel de la ola de calor que decía la meteoróloga. No sé.
DESTINO INCIERTO
Hace mucho tiempo, cuando iba a la Universidad, me echaba la mochila al hombro como Indiana Jones se echaría su petate y subía al tren con el mismo espíritu aventurero que el famoso arqueólogo de la ficción. Con los retrasos, las huelgas y las averías de los trenes de Renfe en aquel entonces, el trayecto de hora y pico desde mi ciudad hasta el campus se convertía todos los días en una aventura. Sabías más o menos cuándo salías… pero la hora de llegada y los imprevistos que te encontrarías por el camino eran una incógnita permanente. Ahora la cosa funciona mejor… aunque hay días en que los modernos vagones parecen verdaderas latas de sardinas y tú puedes sentirte una sardina muy, muy afortunada si consigues subirte al tren con tus circunstancias (maletín, abrigo y eso) en una estación intermedia. Lo del indicador de destino majara de la foto es una anecdota… pero, oye, da que pensar 😉
TODA LA NOCHE LIÁOS… PERO ¡QUÉ MOLÓN NOS HA QUEDADO!
Esta foto la hice con el móvil desde un tren a punto de salir de la estación de mi ciudad (que no es Nueva York, sino una ciudad de la Comunidad de Madrid, en España). El tren que estaba en la otra vía estaba completamente cubierto por graffitis. Cuando digo «completamente», quiero decir exactamente eso, sin exageraciones: no se veía la pintura original del tren por ninguna parte. Imagino que los graffiteros responsables del dizfraz tuvieron que trabajar toda la noche en él y que cuando se hizo de día, sabiendo que el tren recorrería un buen número de ciudades con su «arte» a cuestas, se sentirían muy satisfechos. También imagino que los responsables de la vigilancia de los trenes por la noche no estarían tan satisfechos, pensando que su fallo de seguridad se gritaría a voces de ciudad en ciudad. Hay algunos grafitis que son arte. Basta darse una vuelta por Google Images con la palabra graffiti, para encontrar verdaderas maravillas. Este del tren, la verdad es que era bastante feo. (Nota: tras ver este video pienso que igual no tardaron toda la noche… si eran muchos, igual fue cosa de minutos).
CONTRADICCIONES DE RENFE EN MADRID
En la estación intercambiadora de tren-metro por la que paso todos los días, hace tiempo que pusieron estos sofisticados aparatos para asegurarse de que quien se baja del tren de Renfe, ha viajado con un billete válido. El funcionamiento, en teoría, es sencillo. Tú metes el billete magnético por una ranurilla, éste hace un recorrido misterioso por el interior de la máquina, y cuando asoma por la ranura de salida, si tiras de él, se te abre la puertecilla para que pases. Ese proceso, que dura quizás uno o dos segundos (cuando todo va bien), genera unas colas tremendas cuando la gente llega a la estación en grupos numerosos, lo cual ocurre cada cinco minutos en esta estación, cuando la gente que abarrota un tren de cercanías se baja para pasarse al metropolitano. Y es que resulta que la maquinita en cuestión falla más que una escopeta de ferias: las bandas magnéticas no siempre se reconocen, los billetes se atascan, las puertas también se atascan. Raro es el día que no veo a un operario destripando una de estas máquinas. Tanto fallan, que en esta estación han decidido tapar las ranuras de entrada de billetes, y programar las máquinas para que abran la puerta automáticamente al detectar que una persona quiere pasar. ¡Todo un detalle para los viajeros que pagamos con nuestros billetes estas dichosas máquinas!
CONTRADICCIONES DEL METRO DE MADRID
Una vez has salido de la zona «Renfe», la zona de los trenes de cercanías, entras en la zona «Metro de Madrid». Aquí las maquinitas son primas hermanas. Si os fijáis, las puertas de estas últimas son bastante más altas que las de las primeras, imagino que para evitar el típico salto del que se cuela. Además, suele haber uno o varios vigilantes atentos a la «utilización correcta» de estas máquinas. Cuando no los hay, se puede presenciar a menudo cómo ha cambiado el método para colarse: ahora el que se cuela se pega mucho al que pasa legalmente, y aprovecha el corto intervalo de tiempo en que la puerta está abierta para pasar sin apoquinar. Esta cinta amarilla chillona que veis atada impidiendo el paso, es mucho más frecuente de lo que se puede llegar a pensar. Vamos, que es cosa de todos los días, y que no suele haber sólo una puerta invalidada, sino que son dos, tres… Por la forma en que se atan unas cintas a otras, y lo poco sincronizadas que parecen con el indicador luminoso de «pase» sobre ellas (flecha verde), yo diría que la función inicial para la que se diseñaron no es precisamente esta, pero, oye, es una función que cumplen a la perfección.
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